13/5/14

Noches en Urgencias

Segunda colaboración de Rosa Negra:


Tres horas. Tres horas más. Solo me quedan tres horas para salir.

Tres horas y estaba desesperada. Aquella había sido la guardia más larga de mi vida. Probablemente, porque el adjunto que me habían asignado era el tío más caliente que había visto en toda mi vida. Tenía poco que ver con el anterior, un señor cincuentón, serio, amargado y que hacía que cualquiera se planteara la humanidad de los médicos.

Pero el doctor Santos no era así. Hablaba con tanta pasión de su profesión que hacía que se me callera la baba solo con escucharle. Bueno, escucharle y deleitarme con la visión maravillosa de su cuerpo atlético. Cuando pasó por la puerta del despacho con una carpeta de papel y me hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera, resoplé. Con su pijama verde de quirófano, ganaba un par de puntos en la escala de “lo más hot”. Llevaba un par de botones, los de más arriba, desabrochados, dejando ver la parte superior de sus pectorales, contorneando sus hombros anchos y tentando a saber que más se ocultaba debajo.

Auscultó a la paciente y después me hizo un gesto para que lo imitara. Negué con la cabeza al no sentir nada anómalo y, con una sonrisa, se situó detrás de mí, guiándome para que escuchara en el lugar adecuado.
Su colonia, su olor masculino, me embargaron del todo. Sabía que me estaba hablando, pero no podía entender nada. Asentí cuando comprendí que había acabado de hablar y esperé, decepcionada a que se apartara, pero no lo hizo. Su pecho continuó pegado a mi espalda, desde los hombros hasta el trasero. La paciente hizo una pregunta y, entonces, dio un paso atrás, separándose de mí. Respiré hondo, lamiéndome los labios para humedecerlos, y sentí su mirada clavada en mi boca. Enrojecí al ver el ángulo que se formaba en sus pantalones.

- Ahora vendrá a ayudarla una enfermera- anunció el doctor Santos, dejando la carpeta sobre la camilla. Me hizo una seña para que saliera, y cuando los dos estuvimos en el pasillo, sus manos sujetaron mi cintura y me empujaron bruscamente al consultorio vacío más próximo.

Nada más cerrar la puerta, sus labios gruesos y húmedos recorrieron mi cuello, dejando un rastro ardiente. Ahogué un jadeo y me di la vuelta para quitarle la camisa mientras él masajeaba mi culo y sus besos descendían más, desabrochando mi pijama, hasta dejar al descubierto mis pechos, cubiertos con un sujetador de encaje negro


Alzó los ojos para mirarme de forma aprobadora y luego volvió a besarme en la boca, de forma salvaje y ardiente. Me apreté más contra él, sintiendo el bulto de su erección apretando contra mi vientre, su torso desnudo ardiendo contra mis senos, libres del sostén cuando el doctor Santos tiró del broche y lo dejó descuidadamente en el suelo. Sin dejar de besarme, me guió hacia la camilla, obligándome a sentarme en ella con los muslos separados, ocupando el espacio que quedaba entre ellos con su cuerpo.

Terminó de desvestirme rápidamente e hizo lo mismo con su ropa. Tenía un cuerpazo aun más increíble de lo que había sospechado, con su erección brillante y desafiante. Estaba tan caliente que solo con verlo pensé que llegaría al orgasmo. Me penetró con fuerza, sin preámbulos, sin ternura, pero fue lo más maravilloso que me había pasado nunca. Estaba tan mojada que entró fácilmente en mí, ahogando un jadeo ahogado, mientras yo me mordía los labios para no gritar de placer. Se movió rápidamente, succionando al tiempo mis pezones hinchados, mordisqueando la piel a su alrededor mientras yo enterraba las manos en su pelo, ya alborotado, y recorría su espalda, que se tensaba a cada embestida. Una de sus manos se coló en el hueco entre nuestros cuerpos, acariciando mi clítoris, y pensé que me moriría del placer en aquel mismo instante.

Con un gemido ahogado, me apreté más contra su mano y contra él; aceleró el ritmo hasta ser casi un tormento, se detuvo y volvió a empezar a masturbarme, con más fuerza esta vez. Por un momento, los movimientos de sus dedos y de su pene se compenetraron y todo pareció estallar a mi alrededor. Me dejé caer hacia atrás, apoyando la espalda en la pared, mientras él se separaba de mí y se sentaba en la silla, limpiándose el sudor de la frente.

- Ha sido una guardia interesante, doctora Ramos- susurró, con voz grave-. Espero volver a verla pronto.